De los que trabajan el 40% lo hace de manera informal. No todos ni todas están en condiciones de «quedarse adentro».

Por Sonia Balza*

El actual contexto de Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio puso en el centro de la agenda política la enorme vulnerabilidad de los trabajadores y trabajadoras que están en la informalidad. Los jubilados y jubiladas no están exentos de esta realidad, de hecho, uno de cada cinco se ve en la obligación de salir a trabajar porque no les alcanza su ingreso, y casi el 40% lo hace en la informalidad. Algunos días antes de la implementación de lo que sería luego la primera fase del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, en la conferencia de prensa del 15 de marzo pasado, el presidente Alberto Fernández dispuso “el licenciamiento de todos los mayores de 65” por ser la edad de mayor riesgo y les pidió que se quedaran en sus casas, tranquilos, disfrutando de sus hogares. Con el paso de los días, y en la medida en que las regulaciones fueron acomodándose, dicho licenciamiento se extendió a las personas desde los 60 años. Lógicamente diría que eso está muy bien, son jubilados y jubiladas, llegó la etapa de la vida en la que “merecen” descansar, apropiarse sin culpa del ocio, dedicarse a la contemplación. La idea básicamente es que se ganaron el permiso a no trabajar. Sin embargo, si analizamos algunas características de esta población veremos que efectivamente no todos ni todas se encuentran en condiciones de “quedarse adentro”. De acuerdo con datos de ANSES, el 53,1% de las personas que reciben una jubilación contributiva del sistema previsional cobran el haber mínimo. A partir del aumento del 6,2% previsto para mayo -con cobro en junio-  es mismo es de $16.864,05. Alcanza con conocer a alguien que tenga más de 60 o 65 años para saber que la mínima es insuficiente en términos de costo de vida. De hecho, la pobreza por ingresos en los jubilados y jubiladas, para el segundo semestre de 2019, se ubicó en torno al 10%.

Los que tenemos la alegría de contar con mamá y papá o abuelos y abuelas, o al menos alguno de ellos, nos hemos entrenado en un tema central de los almuerzos de domingo: la preocupación por cómo hacer para “estirar la guita”, muchas veces entre algo rico para comer y risas resignadas para calmar las ansiedades de los hijos e hijas, o sea quien escribe estas líneas. Entre todos y todas ideamos e imaginamos estrategias para hacer rendir el dinero o agradecemos que una de todas esas personas posea un departamentito y entonces no pague alquiler. Los que sí lo hacen no corren la misma suerte (o es una un poco más desfavorable). Estas reflexiones van dedicadas a aquellos y aquellas a quienes la materialidad pone en juego la posibilidad de disfrutar del retiro, porque detrás suyo, detrás de los telones de la gestión gubernamental se encuentra uno de los problemas estructurales más desafiantes del orden social argentino: la informalidad laboral. De acuerdo con los datos de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), del total de la población en edad jubilatoria, el 20,8% es parte de la Población Económicamente Activa (PEA), disputan por un ingreso o salario todos los meses. A su vez tienen una tasa de desocupación del 4,4%, lo que significa que un conjunto de mujeres y varones de más de 60 y 65 años respectivamente, buscan trabajo y no lo consiguen. El 39,4% de los adultos que efectivamente se encuentra ocupados se desempeñan en actividades por cuenta propia y el 48,5% son asalariados. El resto tienen emprendimientos propios o trabajan dentro de la familia sin recibir remuneración. Cuando queremos saber con qué tipo de calificaciones cuentan, vemos que el 58,9% de los ocupados varones en edad jubilatoria tienen calificaciones menores a operativas. Este porcentaje asciende al 68,9% si se consideran a las mujeres de esa población. Comparativamente con otros momentos de la vida, las actividades por cuenta propia son una alternativa más generalizada para las adultas y adultos mayores de 60- 65 años. Si se mira la población total, la inserción por cuenta propia alcanza un poco más del 20%.

Ahora bien, respecto a quienes cuentan con un empleo asalariado no registrado, vale destacar que la ausencia total de derechos laborales alcanza al 31% de la población en edad jubilatoria y la ausencia parcial trepa al 51,4%. Nos referimos al conjunto de derechos laborales como gozar de vacaciones, tomarse días por enfermedad o recibir un aguinaldo. Recordemos que llegar a los 60 años implica reconocer que hace por lo menos 40 años que estas personas están trabajando. En ese sentido un dato resulta particularmente hostil y difícil de aceptar: el trabajo en casas particulares es la alternativa más frecuente entre las mujeres que no poseen calificaciones, alcanzando el 81,5% para la población de más de 60 años. Mujeres que nunca dejaron de limpiar, cocinar, lavar, barrer, plumerear, cuidar, atender. En cuanto a los varones, la actividad de mayor desempeño, tanto para los trabajadores por cuenta propia como para los asalariados, es el comercio -y en menor medida la gastronomía y hotelería-. Tareas difíciles, mejor dicho, inhabilitadas para llevar adelante en estos tiempos de aislamiento.

Entonces, ¿qué es lo que visualiza la cuarentena? Las necesidades de las poblaciones más frágiles y las falencias del Estado en atender las mismas. En las últimas semanas hubo un gran reconocimiento a la fragilidad de las estructuras económicas tanto globales como locales, donde el trabajo y sus actores quedaron en posición de rehén. Es por esto que el Estado argentino implementó una serie de políticas para evitar profundizar una situación ya crítica: desde el bono de $3.000 a jubilados y jubiladas, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) para personas que no cuentan con un trabajo formal o son monotributistas de las categorías más bajas, hasta un subsidio directo a gran parte de las asalariadas y asalariados. En ese sentido podríamos aprovechar el contexto actual para habilitar un debate más profundo sobre la pertinencia de los marcos regulatorios, y la captación de rentas extraordinarias para estimular y profundizar una nueva redistribución progresiva de los ingresos. Una discusión posible es acerca de los límites, implicancias y beneficios de una renta universal y fuentes de recaudación permanentes de actividades que hasta el presente el Estado ha evitado controlar. A partir de la pandemia, quedan descarnadamente al descubierto tres necesidades en Argentina: la de desarrollar marcos regulatorios con efectiva capacidad de cumplimiento, la de discutir el enriquecimiento “indiscutible” de un segmento muy acotado de la población, y la de revisar en qué tipo de sujetos de derechos nos hemos convertido.

 

* Investigadora del Centro de Estudios ATENEA.

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